Da gusto ver a tu hijo saltar las olas por primera vez:
antes de atreverse, se asoma al mar con el miedo inquieto que produce la
inmensidad del océano. Poco a poco, pasito a pasito, deja que la espuma
refresque sus pies. La sensación, después de todo, se agradece con el sofocante
calor. Tú le animas, pero él sigue sin verlo claro. Después, en un acto de
confianza ciega, te pide la mano: quiere vivir la aventura, pero necesita
vivirla contigo. Avanzáis juntos unos pasos, el frío mojado le siembra dudas.
Tú tiras de él suavemente, le hablas con cariño, escarbas en su curiosidad.
Construyes con él un muro que se enfrente solidario al oscilante juego. De
pronto descubre que le gusta, que está disfrutando, que es feliz con tan poco,
que para él es tanto… Y casi sin enteraros, te ha soltado la mano. Entonces tu
corazón se desborda, y tu sonrisa embobada delata que todo tu mundo cabe en el
salto de una ola.
Ojalá tu vida sea siempre, no solo en verano o en Navidad,
ver cómo tus hijos saltan las olas.
Feliz Navidad.
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