Verónica
Entralgo levanta la vista de la tabla de la plancha cuando el murmullo del
matinal que la acompaña en su quehacer diario se reconstruye en una noticia que
esperaba:
“Esta mañana, pese a
la oposición de un centenar de vecinos, se ha consumado el desahucio de José
Fernández Suárez, vecino de toda la vida del barrio de La Concepción. José, de
36 años, su mujer y su pequeño hijo, de cuatro años de edad…”.
Verónica,
pensativa, apaga la plancha y se sienta en el taburete de la cocina. Su alma vuela
en el tiempo hasta tres décadas antes, cuando aún era la Señora de Martín, y una
de las primeras tareas del día era acompañar a su hijo Andrés al colegio. El
reloj de su imaginación se detiene en un día de otoño de 1982.
…
Hacía
fresco, pero no frío. Las hojas marrones caían de los árboles de la calle de la
Virgen de… De… Había tantas vírgenes en los nombres del callejero de aquel
barrio que una ya era mayor para recordarlas. Pero no tanto como para haber
olvidado la intuición de que existía una relación entre aquellos nombres y las
placas con el yugo y las flechas que ornaban muchas de las fachadas de la zona.
Andrés
estaba muy nervioso y excitado, y corría por delante de su madre, urgiéndola a
darse prisa... El pequeño era un niño maravilloso. El regalo más maravilloso
que podían haber imaginado su marido y ella. Guapo, guapísimo. Había heredado
los ojos de Verónica, tan abiertos que se comerían el mundo. Tenía un hoyo en
el carrillo que encerraba los secretos mejor guardados del universo. Y una risa
tan pura que la galaxia no conocía una sinfonía más melodiosa. También poseía el
don de la inteligencia y de la palabra. Pero lo más importante, de lo que más
orgullosos estaban su marido y ella, era que Andrés era un niño eminentemente
bueno.
Ese
día, Verónica lo recordaba después de treinta años como si fuera ayer, Andrés
quería llegar pronto al colegio. Iba a tener su primer examen de Enseñanza
General Básica. Y encima, de matemáticas, su asignatura preferida. Además de guapísimo,
inteligentísimo y buenísimo, Andrés era un niño muy trabajador. No era normal
para un niño de su edad: aunque le encantaba jugar, su mayor afición era la
lectura. Había aprendido a leer muy pequeñito, y a sus seis años ya disfrutaba más
de un buen Julio Verne que de un escondite inglés... Pero si los libros le
encantaban, los números no se le resistían. El pequeño Andrés tenía toda la pinta
de ser el clásico empollón.
Verónica
había empleado la tarde anterior en preparar con Andrés ese primer examen. Cuando
su marido llegó de trabajar, y mientras ella preparaba la cena, Andrés asedió a
su padre para demostrarle lo bien que se lo sabía todo. Durante la cena, no
hubo otro tema de conversación que no fueran sumandos, minuendos o sustraendos,
seis y siete trece, pongo un tres y me llevo una.
Llegaron
al colegio. Verónica besó a su hijo, y adivinó en la ilusión de sus ojos todo
el sol que le faltaba a aquel día gris, y que destilaba una luz que ella creía
inagotable. La madre deshizo el camino de vuelta a casa y ocupó las horas de
esa mañana fresca e interminable dedicada a sus labores y envuelta en el
murmullo adormecedor de la televisión.
Tan
nerviosa y excitada como había dejado a Andrés por la mañana, iba Verónica
hacia el colegio a mediodía. Estaba deseando ver la cara de su niño. No ansiaba
tanto preguntarle qué tal le había salido (pues no tenía ninguna duda de que lo
habría bordado) como ver otra vez el brillo de sus ojos, esta vez llenos del
orgullo del trabajo bien hecho. Sus pasos presurosos iban al compás de su
corazón.
Verónica
llegó al patio. Se acercó a la fila de la clase de Andrés… Y entonces le vio
los ojos: ya no lucían como por la mañana, sino que los cubría el cristal de
haber llorado, estaban enmarcados de rojo y sumidos en una tristeza infinita.
Verónica corrió a abrazar a su hijo, y éste rehuyó el cariño.
-
Pero mi vida. ¿Qué ha pasado? ¿No te
ha salido bien el examen?
-
Muy bien, mamá.
-
Entonces… Con lo contento que
estabas esta mañana.
-
Sí, mamá. No te preocupes, que me ha
salido muy bien. Vamos para casa.
Andrés
no pronunció ninguna palabra más durante todo el camino. Tampoco en la comida,
ni cuando su padre llegó a mediodía con sus prisas habituales y a mesa puesta,
tan ensimismado en sus asuntos que se olvidó preguntar por el examen. Entre el arrullo de la eterna televisión, se levantó atronadora la voz del hombre:
-
Pero… Verónica. ¿Qué le pasa a este
niño?
-
No lo sé, Andrés. Dice que el examen
le ha salido muy bien, pero no me ha querido contar nada más.
-
¡Es verdad, cariño! ¡El examen! ¿Qué
tal te ha salido, mi pequeño?
Entonces
el pequeño Andrés alzó sus ojos, que empezaron a brillar de ira. Tratando de
contener las lágrimas, y con voz temblorosa, le dijo a sus padres:
-
Papá, mamá. Me habéis engañado.
-
¿Qué dices, hijo mío? ¿Por qué dices
eso? ¿A qué viene este numerito? Explícate, anda, que me tengo que ir a
trabajar.
-
Sí, Andrés, anda. – Se acercó la
madre – Cuéntanos qué te pasa, que nos tienes muy preocupados.
Andrés,
entre sollozos, continuó su alegato:
-
Toda la vida me habéis dicho que hay
que compartir. Es lo que me habéis enseñado. Tanto vosotros, como los abuelos,
como las tías… Todo el mundo. También en el colegio llevo dos años escuchando
la retahíla del compartir… Y llego hoy, a mi primer examen, y cuando mi mejor amigo
Pepito Fernández me dice que cómo se hacía la suma, y comienzo a explicárselo,
la profesora me ha echado una bronca monumental, como nunca me había pasado en
la vida. Me ha dicho que en los exámenes no se ayuda al compañero. Que sirven
para ver quién sabe más y quién sabe menos. Y que los que copian y dejan copiar
no serán nadie el día de mañana…
…
Y
el día de mañana es hoy. Verónica se derrumba, y ahora son sus ojos, cansado
espejo de aquellos que hace treinta años iluminaban su existencia, los que
lloran en torrente. El matinal continúa dando las noticias:
“… José Fernández
Suárez y su familia no tienen donde ir, después de que, pese a los múltiples
intentos de negociación de la hipoteca con la entidad banKaria, el Juzgado haya
dictaminado la orden de desahucio solicitada por el director de la sucursal
Andrés Martín Entralgo…”.
Joder, me acaba de dar un vuelco el alma....
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