La
semana pasada propuse un
debate por aquí que tuvo bastante aceptación sobre la relación entre la
corrupción y la forma de contratación de obra pública. Varios compañeros han
comentado su opinión en el blog, con aportaciones interesantísimas y dignas de
ser tenidas en cuenta para mejorar la legislación de contratos, y muchos otros
hemos hablado de ello durante la semana.
El
artículo que servía de introducción al debate aporta contenidos muy valiosos.
En primer lugar, Teófilo denuncia con su nombre y apellidos algo que el
ciudadano tiene que saber: que la
contratación pública de obras ha sido y es un foco de corrupción política. También
denuncia en sus comentarios posteriores ciertas malas prácticas que todos
conocemos en la fase de redacción y valoración de ofertas. Esto no vale con
comentarlo en corrillos o tomando café. Sino que, para que la realidad empiece
a cambiar son necesarios nombres propios que se pongan a cambiarla. Por eso, mi
gratitud a Teófilo por haber dado un (pequeño y primer) paso adelante.
Asimismo
propone herramientas muy interesantes, como los performance bonds, la
desincentivación de reclamaciones infundadas o la Fals Claims Act, que
ayudarían sin duda a una administración pública más eficaz.
Pero
defiende una premisa que no puedo compartir en el sentido que la plantea:
“El concurso, por muy bien estructurado
que esté, ofrece siempre un margen de discrecionalidad en sus valoraciones
cualitativas, que puede ser utilizado
por políticos y funcionarios para dirigir el sentido de la adjudicación”.
Y
digo que no la comparto porque no quiero ver en el mismo saco a políticos y
funcionarios. No me detendré en el detalle de que la generalización de la frase
es muy peligrosa: ni todos los políticos son iguales, ni todos los funcionarios
somos iguales, ni por supuesto un colectivo debería tener mucho que ver con el
otro.
Antes
de seguir, imaginad una escena: