lunes, 6 de mayo de 2013

La Tía Flori


El 5 de mayo de hace quince años mi abuelo tenía prisa por irse al cielo. Sabía que mi padre, mi hermana y yo habíamos puesto muchísima ilusión en ese viaje a Ámsterdam. Por eso decidió llegar él antes, y estar bien preparado para poder dar el pase a Mijatovic con la clase de los grandes futbolistas, que dan asistencias en el momento preciso, sin que nadie sepa cómo han tocado el balón.


Unos meses después (lo recuerdo por la posición relativa de las tumbas en el cementerio, si no bien podría pensar que fue unos meses antes) se murió mi Tío Natalio.

A mi tío yo le había puesto unas siglas de mote muchos años antes. Le llamaba el PABB, el Presidente de la Asociación de Bares del Barrio, porque desde que tengo recuerdo siempre le veía en bares: empezaba en Casa Jurado, pasaba por el Duna y el mediodía lo echaba en El Sevillano. Y seguro que me faltan otros, y que el orden no era ése. Pero es que en este caso la posición relativa no ayudaba a la regla mnemotécnica: mi abuelo iba mucho menos a los bares que su hermano… De pequeñito, yo le llamaba también el Tío Nata, confundiendo el apócope del nombre con la espuma de la cerveza que se bebía. Era algo que me hacía mucha gracia.

A mi tío le faltaba una pierna. Esta circunstancia es la que me hizo aprender a una edad muy temprana que cuando uno se quedaba sin pierna hace décadas, dependiendo de la latitud en la que la hubiera perdido, podía ser un “caballero mutilado” o un “jodío cojo”… Es curioso, ahora que lo pienso, constatar que un rudimentario esquema político se forjó en mi cerebro desde niño, con sólo aplicar la lógica a lo que aprendí de la familia De Lucas Sánchez… Seguramente por eso sonrío amargo cuando recuerdo a mi abuelo contando el chiste del Comunismo:

-          ¿Qué es el Comunismo?
-          Pues que si tú tienes dos cerdos y yo ninguno, me das uno.
-          Ah. Muy bien, muy bien.
-          Y que si tú tienes dos vacas y yo ninguna, me das una.
-          ¡Ah, no! Que yo vaca ya tengo.

(Mi abuelo fue camionero por cuenta ajena toda su vida, y el pobrecito votaba a Alianza Popular).

Algunos sábados, mi Tío Natalio iba a cazar con mi padre (o de caza, porque lo que es cazar yo no me acuerdo de que cazaran mucho). Yo creo que mi padre era el sobrino favorito de mi Tío Natalio, que tenía un perro flaco que a mí nunca me gustó pero al que todo el mundo quería mucho. Se llamaba Trampas, y por lo visto era más vago cazando que la chaqueta de un guardia.

Los domingos mi tío, ¡sorpresa!, iba a los bares. Pero entonces iba mucho más orgulloso, como de domingo, porque le acompañaba su esposa: una mujer con la frente limpia muy alta, el pelo gris muy blanco, y los ojos claros muy azules. Una sonrisa siempre puesta, y una chispa de gracia tan espumosa como la cerveza que se tomaba. Yo de pequeño no recuerdo a otra señora mayor que bebiera cerveza más que a ella: mi Tía Flori, la señora más bajita del mundo.


 Mi Tía Flori, Florentina de la Vega, era asturiana. Nació en Avilés hace muchos años, tantos que nadie tiene constancia clara de cuántos son. Mi abuela dice siempre que la Flori era más joven que ella, pero últimas pruebas documentales han puesto en entredicho esa versión. Hace muchos años, de mocita, mi Tía Flori emigró a Madrid, y se hizo chica de servir. Emigró tanto, tanto, que yo creo que no tiene otra familia que nosotros (aunque hay leyendas que aseguran que existen “unos sobrinos”, yo no me lo creo porque no los he visto nunca). En algún momento de su vida conoció a mi Tío Natalio, fundaron un hogar, y contrataron la póliza número cinco del barrio de Ventas para “pagarse el muerto”.

Mis tíos vivían en una casa que no era suya, que se la prestaban. Era un inmueble antiguo, con unos techos muy altos en las zonas comunes… Seguro que si el arquitecto hubiera sabido que allí iba a vivir tanto tiempo mi Tía Flori, no hubiera proyectado los techos tan altos. Mis tíos compartían patio-terraza con otro hermano de mi abuelo y su mujer, el tío Anastasio y la tía Isabel. Nosotros siempre íbamos a esa casa una vez al año: el día 6 de enero… Como a mis tíos no les había dado Dios hijos, el diablo les había dado muchos sobrinos que siempre iban a verles el Día de Reyes.

El Día de Reyes en mi familia es un ritual que tiene muchos símbolos imprescindibles para alimentar el alma. Y “subir en ca’ la Flori” estaba cargado de ellos: llamar al timbre del portal; que te oyera, que se asomase al balcón y que te gritase “¡Ya va!”; subir los escalones preguntándote por qué unos techos tan altos para una señora tan bajita, y sabiendo que al Tío Natalio no le verías ya hasta la hora del aperitivo; llegar al patio y no saber si tocaba o no entrar antes a ver al Anastasio y a la Isabel; ver a los pájaros enjaulados que cantaban en la cocina, y asustarlos hasta hacerlos callar; comer el polvorón con forma de almendra recubierto de oblea que siempre estaba en la bandeja aguardándonos… Y recibir los regalos.

Los regalos que los Reyes Magos dejaban en casa de mi Tía Flori también eran rituales: a mi padre, algo de tela (ya fueran pañuelos o calzoncillos); a mi madre y a mi tía, grandes botes familiares de colonia Nenuco; y a nosotros, una historia. La de cómo a media noche la Flori había oído crepitar las puertas del salón, y cómo, muerta de miedo, había mandado a Natalio a que mirara a ver lo que pasaba… La ficción siempre terminaba con el desenlace de un sobre lleno de dinero para comprarnos lo que dijeran los padres.

Desde que murió Natalio, a la Flori ya no se la veía por los bares. Y cambió toda su ropa por otra negra (en esto probablemente tuvo que ver mucho mi abuela). Pero la frente siguió alta, los ojos claros y la sonrisa puesta. Estos quince años la hemos seguido viendo por la calle, por el mercado, por la iglesia, por la plaza de Quintana… Todo el barrio conoce a la señora más bajita del mundo.


 Hasta hace poco nunca ha faltado a una fiesta familiar. Siempre se sentaba cerca de mí a la mesa, y me pedía que le alcanzara las cosas, porque a ella “le gustaba todo el marisco” pero “tenía los brazos muy cortos”.

El tiempo ha hecho lo que hace siempre, y mi Tía Flori se ha ido apagando. Yo, egoísta, llevo muchos meses sin verla porque me daba pena visitarla en una residencia, y porque no sabía si llevarle a los niños o no. Y entonces, torpe, le pedía a los Reyes Magos que le trajeran un calendario con fotos, en vez de devolverle con las de Samuel y Martín tantas sonrisas como ella me regaló.

Quince años después, otro 5 de mayo, se ha muerto otra flor. Maldita manía tienen las flores de morirse el 5 de mayo. Florita, descansa en paz. Y dale un beso al abuelo.

2 comentarios:

  1. El contenido de la historia no es alegre, pero está escrito con tanta ternura, belleza y verdad qué me ha emocionado. Alfredo (el de Marta). ;)

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    1. Gracias, Alf. Me alegro de que te haya gustado. La inmortalidad es la semilla que dejas. Y la Flori, aunque pequeñita, ha dejado buenas raíces en nuestros corazones.

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