miércoles, 16 de noviembre de 2011

El día D (noviembre de 2006)

(Este post no quiere ser gracioso, ni estar bien escrito. Solo quiere explicaros mi particular día D de la mejor manera)

Todo empieza, o mejor, todo empieza a acabar la noche D-1. Me acuesto antes de lo normal, a eso de las once y veinte. Me medio duermo, pero no del todo. Al rato llega Pau. Cuidadosa, sin hacer ruido, como siempre. Pero me sobresalto. Desde entonces, la cama se convierte en una cárcel donde no puedo dormir. Se mezclan pensamientos de ansiedad, de temor, de técnica ingenieril en estado puro, de nostalgia de cómo era mi vida hace un año, hace cinco, hace diez, hace veinte. Permanezco en un estado de duerme-vela que me pone cada vez más nervioso. No pego ojo. ¿Cómo voy a rendir mañana si no pego ojo? Me levanto a mear, me vuelvo a la cama. Un rato de contar ovejas. Me vuelvo a levantar, me vuelvo a la cama. Unas pocas ovejas más. Me entran ganas de vomitar, pero no muchas. Me levanto a vomitar. Como no puedo lo fuerzo. Me vuelvo a la cama. Sigo dando vueltas. De repente no me acuerdo de nada más. Bueno, sí, algo soñé sobre un viaje relámpago a París.

Suena el despertador. Primero el de Pau. Lo apaga. Vuelve a sonar. Lo vuelve a apagar. Suena el mío. Para arriba. Ha llegado el día D. Desayuno, ducha y llama el chófer, que viene para casa. Bajamos como podemos las tres maletas de viaje hasta los topes, llenas de mierda. En mi mochila, como os imaginaréis, va una camisa verde a cuadros. Y una botella de agua que permanecerá intacta durante las próximas 12 horas.

El coche arranca y ya no sé ni qué música sonaba, ni por qué calles fuimos (supongo que las mismas por las que lo hicimos tantos años). Pero llegamos a la escuela. Algo pasó al entrar: la entrada de siempre estaba cerrada. ¿Que por qué? Pues porque el puente de ferrocarriles ése tan bonito que han puesto se ha roto. Ha colapsado. (Para que luego no veamos lo farsantes que somos). Entramos por la salida y se monta un pollo que te cagas, de coches para adelante, para atrás. Al final podemos aparcar y, con la misma dificultad que las cargamos, descargamos las maletas de la ciencia.


Entramos al nuevo hall de la escuela (los que hace mucho que no vais, no la reconoceríais). Creo que nunca olvidaré la sensación que pasó por mis tripas cuando vi una fila de caras ya conocidas que asomaban entre cajas, maletones, carritos y gente querida de esas caras, aguardando para subir al ascensor que les llevara al aula de exámenes. Nos ponemos al final de la cola, y despido a Pau y al chófer. Me hacen sentir querido. Me pongo a hablar con la compi que tengo delante. Es Eva, una chica que conocí hace más de un año. Entonces ella estaba embarazadísima. Hoy está allí con su niña, su marido y sin ganas de desayunar, según me cuenta. No la entra nada, tiene el estómago fatal.


Va llegando más gente, y la cola va creciendo. Los más valientes ya están arriba. Han subido todo a pulso, y esperan en esa escalera que conocéis bien (ya sabéis, “Quien entre por estas puertas que abandone toda esperanza”). Llega otra chica, María, con su novio, que ha vuelto de Kuwait para acompañarla al examen. Y no se nos ocurre otra cosa que empezar a preguntarnos dudas. Pero, ¿de qué otra cosa vamos a hablar?.

Subo en el ascensor con mis maletas. Nunca había entrado al aula de exámenes desde la sala de profesores. Nos dicen que dejemos las cosas y que salgamos, que en un ratito nos llaman. Me cruzo con algún miembro del tribunal. Nos saludamos, y leo en sus ojos la pena que les damos. La verdad es que son majos. Ni siquiera después de todo lo que hemos pasado creo que ninguno les odiemos. Hasta les apreciamos. (A algunos más que a otros). El caso es que salgo del aula y a los cinco minutos vuelvo a entrar.

Y eso ya es el despiporre. A ver si os explico bien la escena: Una fila de gente, las maletas todas en la parte de delante, y el presidente del tribunal que nos va colocando. Y la gente que corre entre las mesas empujando maletas, cargando cajas, de un lado para otro. Las mesas empiezan a arrastrarse, cada uno se monta su parapeto. El mío, que ni mucho menos era el más impresionante, consistía en cinco mesas dibujando una “U”. Las mesas que quedaban a mis lados puestas de manera que los archivadores no resbalasen, formando “limas hoyas”. Y las maletas abiertas alrededor, prolongando las patas de la “U”. Man-U. Hombre-U.

Suenan los altavoces. “Vamos a empezar por ferrocarriles y aguas”. Pequeño revuelo de sacar unos archivadores sí y otros no. Vuelven a sonar. “Perdón, quería decir ferrocarriles y costas”. Otro pequeño revuelo, nadie protesta, estamos acostumbrados a todo, somos ingenieros de caminos. Comienzan a repartir los exámenes.

Esta parte me la salto. Sólo que sepáis que estuve cuatro horas sin parar de escribir. No me acuerdo muy bien cuántas chorradas pude poner. Pero de repente era la una y media y recogían el examen. Un ratito para cambiar las cosas de sitio, para dejarlo preparado para luego, porque esto sigue, ¿sabes?. Porque es un examen doble, nueva modalidad en mi larga vida de estudiante. Ya puedo decir que conozco todo tipo de pruebas académicas. ¿O no? Quién sabe.

La gente se acerca, te pregunta que qué tal. Todos con cara de miedo, porque todos buscábamos que nos contestáramos unos a otros que muy mal, que muy difícil. Porque ésa es la sensación que se te queda. Que después de más de un año de estudiar, no sabes nada de nada.

Bajamos del aula y vamos a comer. Antes me paso por el baño, donde me encuentro con las señoras de la limpieza. ¡Que se acordaban de mí! Acojonante. Una de ellas, la más simpática, la del flequillito, me pregunta y todo por “la muchachita”. Acto seguido, repara en mi anillo, y puedo leer claramente en sus ojos la nostalgia de darse cuenta del paso del tiempo. Las dejo y voy para la cafetería. ¡Eso sí que fue un flash-back! Entro y me encuentro de bruces con el futbolín. Y me entra por la nariz ese olor a rancio tan característico. La gente haciendo cola para comer. Todos parecen tan jóvenes. Casi niños. Dios... Ahora soy yo el que se da cuenta de cómo pasa el tiempo.

La comida, como siempre. Unos suculentos guisantitos con jamón. Un salmoncito sin apenas grasa. Una naranja, su pan, su jarra de agua de la fuentecilla ésa que nunca he sabido qué cojones hacen para que salga tan fría. Y una comida hablando de nada, pensando en una sola cosa, pero sin decirlo porque nadie quiere hablar de ello.

Terminamos de comer y nos vamos a dar una vuelta. Bajamos andando hasta Geografía e Historia y dejamos que el aire nos diera en la cara, que nos despejara la mente porque falta iba a hacer. Ahí sí que empezaron a salir a relucir las ganas de aprobar que todos teníamos. De seguir el curso selectivo juntos, de seguir viendo las mismas caras pero con un brillo diferente. Pero el paseo termina y llegamos a la escuela de nuevo. Tras hacernos los remolones en la puerta un ratito, somos conscientes de que tenemos que entrar. Otra vez. Cuatro horas y ya. “Vacaciones”. De repente me doy cuenta de lo cansado que estoy, y de lo que me duele la cabeza. Así no puedo seguir. Menos mal que está Susana que me da un paracetamol.

Otro rato de cuatro horas que no os cuento para no aburriros más todavía. Bueno, de aquí solamente resaltar mi reencuentro con la geotecnia, esa gran desconocida, y la sensación de impotencia que se me quedó con el ejercicio de aguas. Si por la mañana había salido con la sensación de lo difícil que era el examen, lo de la tarde ya no tuvo nombre.

Se pasan las horas y abren las puertas. Empieza a entrar gente, padres, madres, novios, novias, maridos, mujeres, amigos. Metes todo como puedes en las maletas, con la misma sensación que tienes cuando viajas de que no sabes cómo lo metiste la primera vez. Y buscas en tus compañeros la misma mirada de antes, que te alivie, que te confirme que el examen ha sido terrorífico y que no lo aprueba ni Dios. La encuentras, pero te entretienes poco a comentarlo. Tienes ganas de irte ya, de abandonar esa pesadilla que parece que no acababa pero que sí, que acaba. Me da un pequeño mareo, pero consigo sobreponerme sin que nadie lo note. Queda la última cola del día, para bajar en ascensor. Ahí hablo por primera vez más de dos minutos con un chico gallego que viéndole de lejos me caía bien, y que de cerca me confirma la opinión. Espero conocerle más estos próximos meses. Eso sería una buena cosa.

En la calle hace frío. Un frío que me abre la mente y me devuelve a esa realidad perdida hace ya un tiempo. Enciendo el móvil. Me empiezan a llegar vuestros mensajes. Aunque lo esperaba, me vuelve a emocionar. Siempre lo conseguís, cabrones. Empiezo a usar el teléfono y ya no pararé hasta acostarme. Mis padres, mis hermanas, mi abuela, mis tías, mis suegros (el chófer, XDDD), Antonio, Nines, Nacho, JJO borracho, Clara, Míguel, Luis, Lola...

Entre medias el episodio del ascensor: llegamos a casa, y tras bajar las maletas y llevarse Pau el coche al garaje, abro el portal y compruebo con incredulidad que el ascensor está roto. ¡Ni de coña subo yo trescientos kilos cinco pisos! Pues nada, llamo a Pau, que vuelva a por el coche, que nos llevamos las maletas a casa de sus padres. Allí estuvimos un ratito, compartiendo entre risas una cena en la que vuelvo a sentirme persona (un poco TONTO, porque hay que ser TONTO para llegar al último examen y ser de los cinco peores, ¿no?).

Ya de vuelta a casa, un ratito de iconos guarros por MSN (anda qué... Parecemos críos de 15 años, va a ser que por nosotros no pasa el tiempo...) y a la camita. El día D ha terminado.

Todo pasa.

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